A media luz
Justo arriba del techo de las casas puedo ver
las siluetas de las montañas de la costa norte
y las puntas luminosas de las grúas anaranjadas
que suben y bajan el cargamento de los barcos
en la orilla del mar. He vivido en Vancouver
durante veintiocho años y aún no puedo
decir que es mi casa. Al lugar que así llamo
no lo he vuelto a ver desde el día
que me alejé jurando nunca regresar,
un adolescente de dieciséis años tan decidido
como pocas veces he sido, tomando el autobús
para un largo viaje
a través de un continente y del país
que dejaba atrás. Esta luz de la tarde
es una luz a medias que espero
durante cada día. Como la luz
sobre los anchos y lodosos campos
de las granjas de Ohio, mientras voy
en el bus imaginando una ciudad
de montañas y océano,
un anciano a mi lado batalla
por respirar, sus grandes dedos tiemblan
al sostener el inhalador plástico en sus labios
luchando por aclarar sus pulmones.
Ahora tengo cuarentiséis años y ese anciano
debe estar muerto, sus manos cicatrizadas
y sus pulmones cansados son ahora
menos que polvo. Pienso en él,
mientras estoy en la esquina de Hastings
y Commercial viendo como la oscuridad
cubre el cielo sobre las grúas
se ennegrecen las montañas
y las pocas nubes sobre mí.
Viajamos juntos durante
dieciséis horas y ni una sola vez
me habló. Recuerdo
alejarme de la ventana
para distinguir su perfil en el flujo
de la tenue luz y sombra:
los ojos cerrados y el tic
de su pronunciado párpado,
su piel gris, marcada y pegada
a los huesos de la cara,
como el parpadeo de los campos
y la luz a través de la ventana
en el pasillo, devino
un rostro de pizarra y carboncillo
una piedra viajera, aventada hacia el poniente. |
Halfway Light
Just above the rooftops I can see
silhouettes of the north shore mountains,
and the flashing tips of the orange cranes,
loading and unloading the cargo ships
along the waterfront. I’ve lived in Vancouver
for twenty-eight years and still I can’t
call it home. The place I do call home
I’ve haven’t seen since the day
I left vowing never to return,
a sixteen-year-old boy as determined
as I’d ever be, climbing on a bus
to make the long journey
across a continent and the country
I was leaving. This evening light
is a halfway light I wait for
through each day. Like the light
over the wide, muddy fields
and farm houses of Ohio, as I sat
on a bus imagining a city
of mountains and ocean,
the old man next to me croaking
for air, his huge fingers shaking
to hold a plastic inhaler to his lips,
struggling to clear his lungs.
I’m forty-six now and that old man
must be dead, his work-scarred hands
and labouring lungs dissolved to less
than dust. I think of him,
as I stand at the corner of Hastings
and Commercial watching darkness
fill the sky above the cranes,
and the mountains gone black
as the few clouds above me.
How we rode beside each other
for sixteen hours and not once
did he speak to me. I remember
turning away from the window
to catch his profile in the flux
of thinning light and shadow:
the shut eye and the twitch
of the ball beneath the lid,
the grey skin, pitted and tight
across the bones of the face,
how against the flicker of fields
and light through the window
across the aisle, it became
a visage of shale and slate,
a travelling stone, thrown west. |
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