Dedicado a Héctor Vázquez, cañonero del JUCA en los 70’s.
A todos los jugadores de fútbol que nos han regalado un sueño.
La Tercera Calle del Barrio el Rastro es una de las tantas calles que sale directamente al mar. La Cuarta Avenida recorre El Rastro, misma que se va y se va hasta dar al final un semicírculo y comenzar de nuevo pero ahora de regreso sobre la otra avenida.
Sobre la Tercera Calle se improvisaba una cancha de fútbol. Aunque mucho más pequeña, era lo suficientemente ancha como para que los más grandes (unos 4 ó 5 años mayores que yo) jugaran con ahínco y ganas.
El fútbol ha sido para mí una pasión verdadera. He sufrido y gozado los altibajos de mis equipos y soy hasta el momento un asistente asiduo de los estadios. Lo mismo hoy que en mi niñez. Viviendo en Puerto Barrios, por supuesto que era aficionado al JUCA de Izabal. Juventud Católica el nombre, pero al que todos conocían como el JUCA. Así nada más, corto y simple. Sin embargo, y todos mis amigos lo sabían, mi corazón estaba y sigue estando con aquel Municipal de Mincho Monterroso, Miguel Ángel Cobian, José Emilio Mitrovich, La Guazapa Benítez, Julio César Anderson y Nixon García, entre otros. El Municipal que jugó la final de la copa Interamericana contra el Independiente de la Argentina, y que Municipal perdió 1-0.
Tuve la alegría de jugar fútbol en mi niñez con verdaderas estrellas del balompié. Así veía a mis amigos futboleros, como verdaderas estrellas y aún hoy con admiración sincera. Yo no era muy bueno, pero me defendía, hacía algunas cosas bien. Veo a Richard Rudford, el Beans, estirando sus largas y fibrosas patas de zancudo para detener el avance de Margarito Vargas Palacios, el Ito, que trataba a toda costa de burlarlo sin éxito. Era muy difícil pasar al Beans, y si lo hacías, aparecía Reginaldo Pascasio, el Gallina, con un hachazo ineludible y que podía dejarte allí, sin remedio, quieto y deseando no ser tan atrevido al enfrentar tal línea de defensa. Y por si eso fuera poco, en ocasiones de suerte nula podías encontrarte en la portería al mismísimo Pep Castro, que llegaba ocasionalmente al Rastro, a visitar familia o amigos, haciendo un paradón que le dejaba la boca abierta a cualquiera. Ellos eran los mayores.
Por la punta derecha aparece Roy Anthony Brian, el Yampi, con el balón dibujando piruetas, haciendo el pase para Froilán Hudson, quien era propietario de una zurda maravillosa y gambetero, tratando con su habilidad de llevarse aquella línea defensiva casi imposible, y haciendo el pase para el Cumbia o el Pintos que de chiripa y de vez en cuando metían un gol.
La chamusca se alargaba por tres o cuatro horas, siempre finalizando casi en tinieblas, bajo débiles luces públicas atoradas de mosquitos. Maco y el Muñeco casi nunca jugaban al fútbol, se quedaban alrededor de la chamusca, inventándose juegos. Pero otros sí se incorporaban gustosamente a aquella verdadera batalla de orgullo, confrontación realizada una o dos veces por semana: Otto, el Rompehielo; Mincho, el loco; Lito, Fito, pocas veces el Pri, hermano del Beans; Vacá, hermano del Gallina; el Arriaza, el Gustavo, los Patos, el Vieja, el Tigre, el Kini, la mayoría dando de patadas con el pie desnudo, espada invicta de carne desenvainada para alegrar el alma con una maroma o para cortar un avance de peligro.
Allí en ese mismo campo improvisado, en una de las tantas ocasiones de partido, iba a morir el Muñeco. Cuando los más grandes jugaban, el Muñeco casi nunca entraba al partido, lo mismo que Maco y algunos otros. Un cable de electricidad estaba tendido en el suelo, y no sé si por error o casualidad el Muñeco rozó el cable. El cable se le prendió del bracito como una serpiente de odio, y le sacudió el cuerpo repetidamente en el suelo. Uno que otro trataron de quitarlo con la mano desnuda, pero al instante sentían el latigazo eléctrico en el cuerpo y obligados desistían. No recuerdo quién, con un palo, le quitó el cable, que le dejó su marca en la parte interna del brazo, allí donde se dibujan las líneas de unión del antebrazo. Al Muñeco lo llevaron al hospital y durante varios días no lo vimos por el barrio. Se salvó de puro milagro, y la marca en su brazo era un recordatorio de lo peligroso de los cables tirados en un campo improvisado y ya de por sí electrificado por la habilidad y afanes de mis amigos.
Richard Rudford, el Beans, fue el primero en irse. Entró a jugar profesionalmente en la primera división no recuerdo para qué equipo, y murió en un accidente de automóvil cuando jugaba para el Suchitepéquez, junto con otros jugadores. Fue seleccionado nacional, fui a visitarlo en el Mateo Flores cuando jugó Guatemala contra Cuba no sé en qué año. Ya estaba yo en la capital y supe por el periódico que jugaba el Beans. Fue un gusto mutuo encontrarnos en la cancha, con alegría.
Ya estando yo en la capital o en el exilio, no lo recuerdo claramente, supe que Reginaldo Pascasio jugaba o había jugado de defensa en el Izabal, y que Froilán Hudson hacía igualmente maravillas con su zurda en la mayor. Y casi dejo fuera a uno de los mejores porteros que ha dado Guatemala y que me dejaba con la boca abierta, extasiado, al ver sus atajadas en las chamuscas, tendido cuan largo era, Pep Castro, también seleccionado nacional. Los demás no eran malos para el fútbol, de hecho eran habilidosos y excelentes futbolistas. La vida les marcó otro destino, no el de la pelota. Como a mí, que me alejó de la pelota, pero me dejó en el país de las patadas.
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Un saludo cordial,
Julio C. Palencia
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