Pan caliente por la tarde, pan caliente por la mañana, en dos turnos de panaderos. Intercalado con estos turnos estaba el de los horneros, que laboraban a medio día y a media noche. Los repartidores salían en triciclos, bicicletas de reparto y dos automóviles tan pronto como se contaba el pan para los entregos preestablecidos. En la panadería laboraban muchas personas.
Un maestro panadero en cada turno era el responsable de preparar los distintos tipos de masa y darle el punto apropiado al sabor, para que todos los demás le dieran la forma correcta.
La Galleta requería mucho trabajo. Una revolvedora eléctrica mezclaba los ingredientes, pero si la cantidad de harina blanca era superior a su capacidad, entonces el maestro panadero debía complementar todo el trabajo hundiendo los brazos y el dorso completo en el harina. Al final de este revoltijo la mezcla de harina, sal, manteca y agua llegaba a convertirse en masa, una materia blanca con textura de carne humana; se dejaba reposar por algún tiempo para que la levadura hiciera sus primeros efectos, y después se pasaba el enorme gusano blanco a través de un cilindro eléctrico (cilindro que en ocasiones era manual, lo que requería un esfuerzo enorme), y repetir así ciclos de ida y vuelta hasta convertir aquella masa en una delgada tira, como corbata, formando una banda blanca y uniforme. Se acomodaba una capa encima de otra, hasta que finalizaba el entramado. Entonces, con botes un poco más grandes que los de leche evaporada y muy afilados, se procedía a cortar tira por tira, a sacar los cuadritos delgados de masa que se convertirían en Galletas, aventándolas a un lugar común, donde los demás las tomaban y colocaban en latas grandes. Este era todo el proceso para que al día siguiente se tuviera una Galleta tipo pan blanco, de los preferidos aún hoy en Puerto Barrios.
El proceso era el mismo en la elaboración del Francés, el Pirujo, el Enharinado, el Cayuco, o el Reventado. En lo básico, la masa era la misma pero su elaboración cambiaba.
Hacer el Cubilete era un fiesta. Braulio, uno de los maestros panaderos, era un artista del pan. Al preparar la masa en más de una ocasión usaba el huevo ligeramente descompuesto ya que, según decía él, daba un mejor sabor al pan. Ver aquella batea llena de masa amarilla casi líquida, y al hombre llenar con maestría absoluta uno por uno los envases de Cubilete era realmente asombroso. Cubilete por Cubilete hasta llenar una lata, y luego otra, y otra, hasta que se agotaba la masa. Era un pan que se hacía ya entrado el medio día, y tenía un tratamiento especial. Tan pronto estaba finalizado, el Cubilete no requería esperar para su horneado. Sí era mandatorio, sin embargo, un horno con calor alto, por lo que siempre era de los primeros en entrar, igual que otros panes de manteca o panes dulces. Al entrar al horno casi infierno, el Cubilete crecía y crecía hasta reventarse y emitia un aroma aún hoy memorable que inundaba algunas cuadras a la redonda.
Braulio era un hombre rubio de ojos verdes con visibles cataratas. Yo lo recuerdo alto, aunque quizá no lo era tanto. Como la mayoría de los panaderos, el alcohol era parte de su discurrir diario. Cuando no estaba trabajando, descansaba en la parte superior de la panadería, donde teníamos un espacio para los panaderos que no eran de Puerto Barrios, o que simplemente vivían solos y no querían hacer el gasto de una renta. En ocasiones Braulio desaparecía días enteros debido a grandes guarapetas que se ponía y lo encontrábamos sonriente en la calle con los dos pizotes que teníamos como mascotas dando vueltas en su cabeza. Los pizotes no son animales domésticos, son en realidad muy agresivos. Sin embargo, el bonachón de Braulio los seducía, les gustaba su presencia.
Cada hornero tenía un ayudante, y era el ayudante quien recibía las latas calientes que sacaba el hornero con la pala, una madera larga y aplanada tipo canalete. De un jalón sacaba dos latas, y el ayudante, con sus guantes gruesos, estaba más que listo para tomarlas casi en el aire, ya que no sólo venían jaladas, sino más bien aventadas. Y mientras el ayudante colocaba las latas en el clavijero, el hornero ya tenía dos latas más aventadas nuevamente y el ayudante, con prisa pero en el momento exacto, las tomaba de nuevo sin falta. El trabajo de hornero era intenso durante tres horas y luego un lapso de tranquilidad, para sumergirse en las mismas labores unas horas después.
El Francés, el Pirujo, el Cayuco, y casi todo el pan blanco eran de los últimos en entrar al horno. No requerían un horno tan caliente y su relativa frialdad hacia que la superficie del pan se tornara crujiente y tronadora, tal y como a los chapines nos gusta.
Con la limpieza iniciaba la danza del horneado. La limpieza se hacía con un trapo húmedo, y el resto consistía en crear la pira ardiente en el centro del horno, un gigante oscuro y casi nunca totalmente frío. Con pericia, Eugenio, el hornero, colocaba de dos en dos los leños, un cuadrado que subía verticalmente para que al final se colocara en el centro el fuego que consumía la leña y así dejar todo en cenizas y brasas.
En un espacio pequeño, como un añadido al espacio enorme donde se hacía el pan, se encontraba don Mundo, muy cerca ya de los dos hornos. Don Mundo, maestro pastelero, sin igual en su oficio. Tenía dos ayudantes, y hacían entre los tres todos los pasteles. Payasos, Mil Hojas, Magdalenas, Espumillas, pastel de plátano o pay de piña y crema, pastel de chocolate, pastel de coco y Pudines, Borrachos, por mencionar algunos. Aún hoy lo veo discurrir en mi memoria preparando el turrón blanquísimo, construyendo sueños con una destreza que desbordaban la sorpresa. Yo estaba siempre a la caza del turrón, y don Mundo lo sabía. Tan pronto el turrón estaba listo, aún caliente, se oía un Julioooooooo recorrer la panadería y yo llegaba de prisa para que me echara una gran cucharada de turrón con olor a limón en un papel encerado que ya llevaba.
Don Mundo desapareció sin aviso alguno y no supimos por meses de él. Repentinamente apareció y él mismo nos dijo que había estado en el manicomio, donde lo habían internado por una crisis nerviosa. Regresó de nuevo a trabajar en la panadería y desapareció otra vez y fue para no verlo más.
Entre los empleados que recuerdo más claramente están Camión, Luis, Víctor, José Luis, Braulio, Eugenio, Rodrigo y Martín Alegría. Martín era un hombre joven, no mayor de 30 años, que vivía en la panadería ya que no era oriundo del lugar. Se enamoró perdidamente de una niña, vecina nuestra a la que recuerdo con el nombre de Rosario. Ella no sobrepasaba los doce años, pero el entusiasmo de Martín era mayúsculo. Aquel hombre estaba realmente enamorado de Rosario, y aparte de mucho hablar y hablar con él no creo que llegara a ser su mujer.
Una tarde, Rosario se ahogó y la regresaron de los muertos. Tarde nublada, alrededor de las cuatro. Un cayuco rojo se desplazaba cercano a la orilla del mar, detrás de la panadería, pegado casi a los manglares. Yo noté el cayuco, a algunos niños sentados y otros de pie en él, mientras se tambaleaba en un mar medianamente picado. Un instante después se oyeron gritos pidiendo ayuda; un hombre se quitó la playera y se zambullió en el mar a toda prisa. En realidad fueron varios los que acudieron en su ayuda. La búsqueda duró intensos minutos, no lograban encontrarla. Y aunque la caída fue casi en la orilla, Silverio, el hombre al que vi sumergirse, encontró el cuerpo sin vida muchos metros adentro. Los primeros auxilios se los dio él, boca a boca y algunos golpes en el pecho, rodeado de vecinos mirones, entre ellos yo mismo. Aquel negro alto y fuerte prendió de los tobillos a Rosario y la colgó, igual como se cuelga un pez. Con una mano la detuvo, colgante boca abajo, y con la otra la golpeaba fuertemente en la planta de los pies. La niña no reaccionaba, se le veía el rostro muerto, pálido, y los ojos torneados completamente. Casi se tenía perdida toda esperanza cuando con un golpe mágico en la planta de los pies, Rosario empezó a toser, a vomitar agua y mucha espuma. Al llegar la ambulancia, Rosario ya estaba resucitada, Silverio le había regresado la vida. Se la llevaron y estuvo en el hospital muchos días aún. Fueron días de mucha tensión para Martín Alegría, se le notaba en el rostro que temía perder para siempre a aquella niña-mujer resucitada.
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Aquí la dejamos, un saludo a tod@s.
Julio C. Palencia
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