Julio C. Palencia
…y desespera comprender
que aun la mutilación la haría más bella,
como a ciertas estatuas.
Eduardo Lizalde
Nadie ha entrado en un conflicto diplomático por ella. Y tampoco turcos y franceses disputaron la primicia de su propiedad o su temprana compra. La Venus de Milo se asoma como en un sueño o una pesadilla: perfecta pero mutilada, bella pero en pedazos, incompletud onírica que se alza hacia la perfección de lo inacabado, lo pendiente, lo degradado. Lo perfecto durmiendo su incompletud, lo intemporal aventado hacia la hora rota, Afrodita mutilada sin la manzana de Paris.
El sol cae perpendicular en este domingo primaveral en Coyoacán. Entre uno de los pasillos y a lo lejos, una visión detenida en la mirada del grupo de personas que la rodea. Me allego al lugar y la belleza se apersona en una Venus clásica entera, aduraznada. Una niña se acerca y deja caer algunas monedas en el recipiente al pie de la Venus. La estatua, agradecida, entreabre unos bellos ojos negros y cambia de posición, para caer nuevamente en su letargo, como si se aventase con una liana de una orilla a otra. Alguien más deja caer otra moneda y vuelve la misma mirada coqueta, agradecida, y el movimiento pausado hasta llegar nuevamente a la quietud.
Por un instante se queda sola, yo, a lo lejos, sigo embobado por su presencia dominante, teatral. El calor es extremo. En un santiamén, la Venus de Coyoacán desciende de su pedestal y se sienta como puede sobre el mismo. Se despoja de unas botas de cuero que le ayudan a guardar el equilibrio y en un parpadeo está de nuevo en escena. Esta vez descalza, con el viento entre sus dedos.
Y otra vez la multitud a su alrededor.
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