Le llamaban La Virginia
y de una manera u otra siempre encontrabas cobijo
entre sus muslos.
Nunca se supo
nadie comentó
que dijera no a una solicitud de amor
a una propuesta sin palabras
proveniente de un rostro impaciente
o un gesto necesitado.
Era un refugio seguro, La Virginia,
y no era puta.
En su rostro iluminado
se asomaba un ansia, una interrogación, a veces pena,
de esos reyes sedientos
que éramos a los 16 años.
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