Julio C. Palencia
Amanecimos el sábado 23 de octubre de 1982 sin casi haber dormido. Ana, mi compañera, experimentaba ya dolores de parto. Con la oscuridad aún rondando la mañana, decidimos salir a buscar un taxi al centro comercial más cercano.
-Tomaremos un taxi para ir al hospital- Le comentamos a don Raúl, padre de Ana, quien había llegado hacía tres meses. Él, más experimentado en asunto de hijos y prisas de embarazos, nos dijo:
-Vayan, pero por allí vendrán pronto de regreso.
Sí y no. Caminamos hasta el centro comercial y de allí, en taxi, fuimos al Hospital de la Mujer. Ese era el hospital en el cual debía nacer mi primer hijo, una carta de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados solicitaba a esa institución atención de parto para cuando llegara el momento. Después de una revisión más o menos rápida, nos dijeron:
-Le falta aún mucho tiempo para dar a luz. Varias horas. Puede llegar sin problema a otro hospital.
Caminamos las cuadras que separan el Hospital de la Mujer del metro Colegio Militar, unas 8, y decidimos ir al Hospital General, en la estación del metro del mismo nombre. Allí volvieron a revisarla y le dijeron, palabras más o menos, lo mismo, con la anotación adicional de que no habían camas, el hospital estaba saturado.
Teníamos para entonces 9 meses de estar en la Ciudad de México. No sólo eramos nuevos en eso de parir y criar hijos, también teníamos poco tiempo de estar en esta ciudad inmensa, con una enorme carga de pesar y dolor. Guatemaltecos en México, refugiados, asilados, con la idea de regresar tan pronto hubiera oportunidad a una patria que nos expulsaba, nos vomitaba, a cambio de no morir.
Regresamos a nuestro pequeño departamento en el Estado de México, donde don Raúl nos esperaba.
– Se lo dije, opinó.
Imposibilitado de seguir acompañando a mi compañera (debía irme a trabajar en un pequeño supermercado del cual era administrador), mi hermana Rosita se ofreció para acompañarla. A unas cuadras de allí, una doctora, ya anciana, daba consulta. Los pacientes en la sala de espera eran muchos y de todas las condiciones sociales. Justo antes de entrar a su consultorio, un pequeño canasto con billetes y monedas.
-Vaya tranquila a tomar un baño muy caliente y descanse. Por la noche nacerá su criatura-, dijo la anciana.
Al preguntar cuánto era el costo de la consulta, dijo suavemente:
-Si puede, deje lo que sea su voluntad en el canasto.
Rosita y Ana fueron a unos baños públicos de vapor cercanos a nuestra casa. Un baño muy caliente restableció la tranquilidad y dio reposo a la futura madre. Al atardecer, ya entrando la noche, tal y como lo había predicho la anciana doctora, Ana salió al hospital con dolores intensos de parto. Ahora fue recibida sin demora en el Hospital de la Mujer. Pasada la media noche nació mi primer hijo, madrugada del día domingo. Yo no llegaría sino hasta por la tarde de ese mismo día, alrededor de las 6. Vestido de blanco salió mi hijo mayor del hospital.
Mi suegro, Raúl Pedroza Montenegro, regresaría a principios del 83 a Guatemala. Su regreso sería lo que sellaría su muerte el 26 de febrero. Eso no lo sabría yo sino pasado un mes y Ana algunos años después.
Rosita, mi hermana, también regresaría a Guatemala. Lo haría unos días después de mi suegro. Antes de mi salida de Guatemala, yo había llevado a dos compañeros de lucha a mi casa. Manuel Fermín Reyes Melgar y Armando Estuardo Rodríguez Albúrez. Su seguridad era extremadamente precaria y no había lugar donde pudieran estar. Siendo yo su hermano por elección, no podía dejarlos desamparados. Así fue como, unos meses antes de mi salida, ellos llegaron a la casa de mis padres.
En ese lapso de tiempo, Rosita y Armando congeniaron, se hicieron novios. Mi madre y mis hermanos salieron de Guatemala en junio de 1982. Mi hermana regresó a Guatemala, no sin la oposición y una áspera discusión con mi padre.
-Regreso con Armando a seguir la lucha-, me dijo la última vez que la vi. No nos despedimos. No nos dijimos adiós, fue sólo un hasta luego.
Por supuesto, yo quedé con el halo de una tormenta. La Guatemala de esos años era una carnicería, un cuento de espanto que nunca tuvo ni tendría un final feliz, una vorágine de dolor y terror, dominada por los escuadrones de la muerte, paramilitares civiles y militares. A esa Guatemala regresó mi hermana, de la cual había salido unos meses antes.
Rosita no llegaba aún a los 18 años.
El terror que significaron los años 80, 81, 82, 83 y 84, el asesinato selectivo y colectivo, la caída de casas de seguridad de revolucionarios no se entendería cabalmente si se obviara el trabajo de inteligencia y penetración de esas estructuras clandestinas, la tortura y la delación, logradas por el ejército. En la ciudades la cacería fue feroz. El desprecio a lo humano y el pisoteo de los derechos humanos fueron la moneda de uso corriente de esa dictadura militar.
A esa realidad regresaba mi hermana. A luchar en estructuras revolucionarias clandestinas ya penetradas por la inteligencia militar del gobierno. A realizar una actividad de altísimo riesgo en un ambiente de inseguridad.
Manuel Fermín moriría torturado por el ejército en noviembre de 1982. Junto con él, también fue detenido Armando Estuardo, quien de alguna manera que desconozco, escapó. Es decir, cuando Rosita regresó a Guatemala en 1983, Manuel Fermín ya había sido asesinado y Armando Estuardo estaba vivo por quien sabe qué milagro.
Sé y lo que no sé lo imagino, pero el año de 1983 no fue nada fácil para ella en Guatemala. Alquilaron una casa pequeña en la zona 8. La persona que alquiló la casa era un revolucionario de cepa pura, un hombre ya de edad, respetable, canoso, de aspecto elegante: don Carlitos Capuano del Vecchio, hermano de don Ernesto Capuano del Vecchio, director del Banco Nacional Agrario en la época del presidente Jacobo Árbenz Gúzman y crítico acérrimo del gobierno guatemalteco. Don Carlitos Capuano vivía en la casa con ellos, bajo la pantalla de ser su abuelo. Y entre tanta actividad, peligros y cuidados, llegó 1984.
Serían las 10 de la mañana del 12 de febrero de 1984 cuando desde una pickup ametrallaron a Armando Estuardo cerca del Centro Comercial de la zona 4, «El Mozote», apodo que hacía referencia a su cabello afro, ensortijado. Herido, moribundo, lo subieron al vehículo. Ese mismo día, antes de las 3 de la tarde, el ejército acorraló a mi hermana en la casa donde vivía. Entraron, la sacaron vomitando sangre, desfallecida.
Una vecina llamó a don Carlos Capuano y le dijo:
-Don Carlitos, acaban de sacar a su nieta vomitando sangre, son soldados y civiles armados.
Don Carlitos Capuano se comunicó con el hermano de mi padre tan pronto como pudo, Manuel Cayetano Palencia Abadía, ex-cadete militar participante del levantamiento de cadetes del 2 de agosto de 1954, y le contaría lo sucedido. Mi tío visitó algunos centros de policía y campamentos militares. La respuesta amenazante que obtuvo fue:
-Deje de preguntar por ella si no quiere que le pase lo mismo a usted.
Don Carlitos Capuano no regresó más a esa casa y salió de Guatemala. Mientras estuvo en México, vivió con mi familia. Él sería el encargado de comunicarnos la versión que tenía de lo sucedido.
Y no supimos más de mi hermana, el silencio absoluto, el sufrimiento atroz, desgarrador, en cada uno de nosotros.
Yo regresé a Guatemala por vez primera en 1993. Para ese año, don Carlitos Capuano ya tenía algunos años de residir nuevamente en Guatemala. Nos vimos varias veces, y en todas ellas me comentó que había recibido llamadas anónimas donde le decían que «ellos» tenían información sobre mi hermana, que sabían su paradero, que fuera a tal banca de tal parque, que allí estarían esperando por él. Y él, armado de valor y no por amor a la muerte sino a la vida, se presentaba en el lugar indicado a pasar horas enteras sin que nunca nadie lo abordara. Al año siguiente volví, y las llamadas seguían. El creía, dijo, que lo estaban torturando sicológicamente.
Siendo ya un hombre entrado en años, don Carlitos Capuano tuvo un accidente subiendo en un autobús y falleció de un golpe en la cabeza en 1995.
Mi padre regresaría después de muchos años de exilio a Guatemala en el año 2007, por pocos días. Un familiar cercano, militar de alto rango, lo recibió en el aeropuerto. Literalmente, al recibirlo, le dijo:
-Rosita murió combatiendo en Chimaltenango. Ese es el dato que tengo.
El dato por supuesto es equivocado. Y es equivocado con toda la intención de no confrontar a mi padre con la terrible verdad de lo sucedido. Con la idea de no dividir más a una familia ya de por sí dividida por la guerra, por los ideales, por el bando que cada uno decidió tomar en este país quebrado, de riqueza mal habida en pocas manos y hambre sin consuelo en millones.
No nos llamemos a error. Los revolucionarios no hemos estado a la altura de lo que Guatemala pedía a gritos, pero ningún ser humano podía estarlo. Este país parece no tener remedio. La desfachatez y robo de hoy es la continuación natural de los crímenes y defensa de intereses nefastos de ayer.
El único asomo de democracia real, imperfecta pero posible, fue la primavera guatemalteca decapitada en 1954.
Cualquier país estaría orgulloso de la juventud que Guatemala ha tenido, de la entrega, desinteresada y total, de miles de jóvenes compatriotas.
No logramos un mejor país, ni siquiera nos libramos de las ratas, que son los mismos asesinos de antes. Sin embargo, lo más puro, lo mejor, el aliento más alto estuvo siempre por delante.
El 1 de agosto nació Rosa Luxemburgo Palencia Morales, mi hermana, y no supimos más de ella un 12 de febrero de 1984.
Día luminoso, por su gesto enorme de libertad a sus 18 años.
Día de todas las sombras, lleno del terrible aliento de militares y civiles paramilitares de ese país despojado que es el nuestro.
A ti, hermana hermosa.
A tu gesto.
A tu paso de estrella por este mundo.
Un beso.
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